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El penúltimo escalón

Mmm. Hace bastante rato que no pasaba por aquí. Incluso puede que tenga algo a medias… Y lo terminaré. Pero no hoy, no ahora.

Hablemos de risas o, mejor aún, del mágico acto de provocarlas. A veces cargo con ese don (el verbo cargar no es casual) al que respeto y admiro. Voy a enfrentarme al psicólogo que se esconde tras la página en blanco y, por el mismo precio, le regalaré mis pensamientos a quien los quiera leer.

He subido el penúltimo escalón aún sin saber cuál es el último; de hecho, no creo que ni siquiera exista. Todos mis miedos y vergüenzas conchabados dentro de un único acto de valentía: subir a un escenario en mi propia ciudad. Aquellos que hasta hace un par de semanas sabían de mis aventuras cómicas sólo de oídas, por fin tuvieron la oportunidad de comprobar que no mentía y que, bien o mal, conseguí hacer reír.

Puede sonar a contradicción que una persona dispuesta a subir a un escenario para hacer reír a un público sea tímida y hasta miedosa, pero os puedo asegurar que así es. El temor en las entrañas, por crear un símil que pueda ser conocido por todos, recuerda al nudo en el estómago que se siente delante de la persona pretendida, antes de acercarnos a ella con la pregunta fatídica en los labios. ¿Qué puede pasar? Pues que responda que no, que el mundo que habías imaginado se derrumbe y, por ello, sientas que nadie podrá amarte jamás… ¿Y no es demasiada responsabilidad para una pregunta tan pequeña?

Exagerado, lo sé, pero ilustrativo de mis miedos al escenario. Con la primera risa se calman pero, ¿y si esa risa nunca llega? Sinceramente, toda esta absurda bola de nieve me ha llevado a ocultarme artísticamente durante años. Mis actuaciones eran alto secreto, sólo aquellos que me convivían conocían estos eventos y, las veces que podía, ni siquiera ellos acababan por saberlo. ¿Por qué?

Supongo que el miedo a defraudar me ha bloqueado durante demasiado tiempo. Sin falsa modestia molesta, casi siempre he funcionado bien en el escenario pero ¿y si hubiera fallado? Pues no hubiera pasado nada más allá de la sensación de vacío normal de tal momento. Siempre respeto a mi público pero si no los conozco, poco me importa defraudarlos. El problema es cuando esa gente, esas caras que mal veo desde arriba son MI gente. Amigos, amigas, conocidos, familiares… Personas a las que aprecio de una forma u otra y a la que no me gustaría “fallar”. Eran mi último escalón. Uy, perdón. Mi penúltimo escalón.

La oportunidad se presentó en un concurso de monólogos en un pub de Jerez; todos lo conocen por “El Buda” (un sitio bastante bien adecentado para la actuación, la verdad). Dudé durante mucho tiempo si debía apuntarme o no por dos motivos: el ya expuesto miedo al público familiar y mis reticencias a los concursos de monólogos. ¿Cómo se valora lo gracioso? ¿Quién lo es más? ¿Cuentan los chistes? ¿Las reglas existen? Pero eso no son monólogos, ¿no? ¿No son todos esos colegas del jurado? Todo esto y mucho más, son el día a día del mundillo de los concursos de monólogos.

Salvé todas mis reticencias apoyándome en un convencimiento que repetí como un tantra: “¡Es el penúltimo escalón!” Era algo que había que hacer, para bien o para mal, como algo revelador… Y lo hice. En la cuarta semifinal y ante un público bastante numeroso, me tocó por sorteo salir en primer lugar de un total de cinco cómicos (injusto número, debo decir). Tocaba hacerlos despertar, introducirlos al espectáculo y, sobre todo, hacerlos reír. Una troupe de amigos también se acercaron a comprobar si era verdad que yo era capaz de hacer aquello que jamás supieron si hacía.

El resultado lo abreviaré: subí el penúltimo escalón. Cuando rieron la primera vez, los nervios se me escurrieron y el resto del tiempo... sólo hice mi trabajo. Las risas llegaron aunque como siempre pasa, alguna que esperaba no vino y llegó alguna con la que no contaba. Es mágico. El discurso va cobrando la vida que los demás le dan y el trabajo se hace fácil y, lo mejor, divertido. Mi cabeza estaba con mis amigos riendo. Yo estaba encima del escalón.

No conseguí pasar a la final pero eso apenas importa. Gracias a todo lo pasado, he sacado algunas conclusiones que me ayudarán en el futuro; y os contaré la mayoría...

He aprendido, una vez más, que al miedo sólo se le gana cuando lo dejamos perder (pero lo volveré a olvidar)
He aprendido que tengo amigos y maestros geniales: tanto los de dentro como los de fuera de la comedia
He aprendido que Just Enjoy The Show
He aprendido que hay que esforzarse para organizar bien un concurso
He aprendido lo que ya sabía de los concursos
He aprendido que los concursos mienten desde el principio

Ahora… Ya estoy listo para subir el siguiente penúltimo escalón.
 

2 comentarios:

Juanma Suárez dijo...

En fin, la verdad es que no sé qué decirte, porque sabes que te admiro como cómico y nunca he llegado a entender, por más que trataba de hacerlo, esos miedos tuyos al escenario dependiendo del público o de no sé qué parámetros que tienes en tu cabecita (y todos tenemos los nuetsros propios, lo sé).

Siempre he creído que tenías talento suficiente como para enfrentarte solo, y sin protección a cualquier público, cualquier circunstancia y cualquier garito.

Está claro que la experiencia propia es la que más nos enseña, poor más que nos queramos convencer de eso de que es mejor "excarmentar en cabeza ajena". Así que espero que, después de este penúltimo escalón, haya muchos escalones más, que sigas subiendo, y que yo esté ahí para verlos, si no todos, al menos la mayoría.

Será un auténtico privilegio, y lo sabes.

Sofía Navarro dijo...

He aprendido que como no vengas a actuar a Londres, pillarte en vivo va a ser complicado.

He dicho complicado, no imposible, cuidado con relajarte.